Había otra vez…


Image  No sé si hay otra vida; si hay otra, espero que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas.

Jorge Luis Borges

  Pues, señor, el primer y único libro que hubo en mi casa antes que yo naciera fue Había una vez, selección del ilustre profesor español Herminio Almendros y la educadora cubana Ruth Robés Masses.

Era la quinta edición (1960). Adornada con las galas de la valiosa ilustración en color de Celia Gabriel, Publicaciones Cultural, S.A. lo ofrecía, como un segundo libro de lecturas, a los escolares y maestros de América. Siempre creí que los Reyes Magos se lo habían traído a mi madre por portarse bien; pero un buen día ella me mató esa ilusión con la pura y triste verdad. Lo olvidó en la antigua casa de mis bisabuelos un maestro de Ciego de Ávila, de quien nadie recordó el nombre ni el parentesco con la familia, sino lo único que impresionaría a un niño en el límite del terror: el hombre tenía una pata de palo.

Y pasó el tiempo y aquellos cuentos y poesías infantiles permanecieron inmutables en mi memoria, pues mi mamá me los leyó y releyó tantas veces antes de dormir, que acabé recitándolos de carretilla. Desde su publicación en La Habana, en 1945, Había una vez ha sido el deleite de sucesivas generaciones de cubanos.

La duodécima edición (1998), presentada por la Editorial Gente Nueva en el centenario del natalicio del escritor y pedagogo hispano-cubano (1898-1974), pretendió homenajear a quien jamás maltrató el idioma ni descuidó su estilo. Así debía ser. En Amables figuras del pasado (1981), Renée Méndez Capote recuerda que lo único que podía sacar a Almendros de sus casillas eran las faltas gramaticales y una pobre redacción. “La gramática hay que respetarla”, solía decir el sencillo intelectual, que además daba a la buena puntuación una importancia enorme, y pulía su escritura hasta quemarse las pestañas.

Estas enmiendas siniestras, cuya licitud no cuestiono, por supuesto, las encontré en la undécima edición (1992) de Gente Nueva; asimismo, en la duodécima, y en sus respectivas reimpresiones.

A la madre de los siete chivitos no se le llama cabra, sino chiva. Se ha sustituido la palabra española por una variante más familiar. En efecto, aunque la Academia precisa que chivo es la “cría de la cabra, desde que no mama hasta que llega a la edad de procrear”; en esta América, y en Cuba inclusive, esa voz se aplica al “macho cabrío de cualquier edad” (chiva a la hembra), uso legitimado ya por clásicos de la talla de Quevedo. Cabra, empero, no solo evitaba con elegancia la machacona cacofonía de las palabras chiva y chivitos a lo largo del cuento, sino además enriquecía el vocabulario de los niños y ampliaba su campo referencial, como los cuentos populares rusos que daban a la zorra el nombre de raposa.

Antes, por cierto, cuando la Gallinita Rabona abría la puerta de su casa y encontraba a la zorra, ponía este grito en el cielo: “¡Dios mío, qué susto!”, en vez de “¡Ay, mi madre, qué susto!” Almendros se interesaba cantidad por los modismos y la manera peculiar de usar el idioma los cubanos, a su juicio, uno de los pueblos hispanoamericanos que mejor escribía el español. Había cosas de nuestra habla hispanocubanoafricana con toques indios, que le hacían mucha gracia, agrega Méndez Capote; ante el desenfado criollo de estas expresiones cotidianas, el sobrio y austero manchego diría muerto de risa: “Imaginación tropical, imaginación tropical…”

Antaño, la Margarita blanca inquiría a quienes tocaban a la puerta y a la ventana: “¿Y qué quieren el sol y la lluvia, la lluvia y el sol?” “Queremos entrar, que nos manda Dios.” “Pues pasen los dos”… y uno aprecia que Almendros, en verdad, escribía lentamente, pulía y volvía a pulir, y no quedaba satisfecho hasta que juzgaba sus frases perfectas y armoniosas. A lo mejor por eludir “interpretaciones incorrectas o tergiversadas de los fenómenos y procesos naturales que ocurren a diario en el mundo”, en cambio ahora el sol y la lluvia simple y llanamente responden: “Queremos entrar, queremos entrar.”

Por su frecuente empleo en el relato infantil, destaca el cambio del diminutivo –ito por –ico; ya que en Cuba no decimos, verbigracia, zapatito de cristal ni patito feo, sino zapatico y patico.

El lobo feroz ya no se sube al tejado de los dos primeros cerditos, sino al techo: en realidad, ni la casita de paja ni la de hojas y ramas estaban techadas con tejas; solo la del cerdito mayor, que era de piedras y ladrillos. Entretanto, el hada de Cenicienta convierte a los “seis ratones” en igual número de hermosos caballos grises, no en “dos”, aunque este pésimo cazador de gazapos siempre se tragó la guayaba.

La peor de las injusticias acaso sea que nunca más el rey les regale a Pollito Pito y a cada uno de sus amigos aquella humilde “moneda de diez centavos, nuevecita”, sino una chocante “medalla de oro”, que sin duda en ese cuento vale mucho menos, aunque harto brille y tenga unos quilates de más.

Amén de las alteraciones que aquí refiero, en el Había una vez de la colección Biblioteca Familiar (Editorial de Ediciones Especiales, 2002), tomado de la edición de Gente Nueva (1997), de “El patico feo” fue recortado aquel final feliz del cisne en el estanque; y se omitió el poema “Cuando sea grande”, de Álvaro Yunque, que cerraba el libro con un broche de infinita ternura.

“El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la superstición o al cansancio”, dijo Borges. En consecuencia, aun cuando haya sido divulgada, el autor conserva el derecho de modificar la obra con el propósito de perfeccionarla, expone la Dra. Delia Lipszyc en Derecho de autor y derechos conexos (La Habana, 1998). Es un derecho moral inalienable.

Por ejemplo, al preparar la quinta edición de Había una vez (1960), los autores tuvieron que contrariar a veces su criterio y preferencia, para inclinarse ante la concreta indicación de los programas oficiales de las escuelas primarias; y aun sustituyeron algún texto y en lo posible, convirtieron en comunes algunas expresiones que pudiesen asignar al libro un destacado carácter local, de modo que sirviera en distintos países de América. Con amplia aceptación ha sido traducido a varios idiomas y acogido también en otras latitudes del mundo.

Con todo, mi madre y yo, que de tanto repasarlo cada noche nos aprendimos de memoria ese Había una vez, preferimos la gracia de aquella poesía pueril que Almendros —maestro de editores y fundador de la Editora Juvenil, prestigioso antecedente de la Editorial Gente Nueva— puso originalmente en los cuentos que compiló, adaptó y retocó con sus manos de Midas.

Pues entiéndase que de la plasticidad de las imágenes mentales y la calidad de las ideas, sobre todo, emana la belleza literaria; pero también de la armonía, la cual radica, sostiene el lingüista francés Antoine Albalat, en el sentido musical de las palabras y de las frases, y en el arte de combinarlas de modo agradable para el oído. ¡Y cómo lamenta el oído habituado que la suave lira desafine!

Es curioso. También por esos años (1996), y para tranquilidad nuestra, la Editorial Pueblo y Educación honró al Dr. Almendros; no con las mismas cubiertas ni las mismas ilustraciones, mas sí conservando intactas hasta las erratas de los libros viejos. De manera que cuando el que esto escribe descubrió esa respetuosa y ejemplar edición en el anaquel de una biblioteca, cayó en una trampa de la nostalgia, recibiendo una inesperada y agradable sorpresa.

  Poco a poco, mi casa ha sido tomada por los libros. Pero con veintitrés años en las costillas, confieso sin pena ninguna que el más estimado y nunca asaz ponderado sigue siendo aquel Había una vez, que no es un libro para niños, como piensan los mayores, sino como quieren los niños que sea: incólume para toda la vida.

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Varentierra


Varentierra Cuando el viejo Eugenio Pérez dio por terminada su visita habitual, escrutó la noche desde el portal de la casa. “María, acuéstese tranquila que ya no va a pasar nada”, le dijo a mi bisabuela muerto de risa. “Está la luna afuera y todo el cielo estrellado.” A medianoche, sin embargo, dijo el ciclón aquí estoy yo, y asoló el campo y los sembrados, partió gajos y aun los palos más gruesos, y devastó el palmar de guanocana. En cuanto las rachas comenzaron a desquiciar la casa, la familia tuvo que salir en volandas a refugiarse en el varentierra… Seguir leyendo

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Octavio, quijote gris


Octavio, quijote gris“He caminado atravesando caballerías de petunias”, ha dicho Octavio, aunque no a manera de reproche o lamentación, sino todo lo contrario: orgulloso de que a lo largo de este viaje, la vida, crecieran a su paso y solo para él los obstáculos como flores. “La Fortuna, mujer borracha y antojadiza, me ha derribado una y otra vez, porque está ciega -escribió una vez-; quizás por eso me redime la sentencia del ‘Niño Sublime’: ‘Soy un hombre afortunado, nada me ha sido fácil…’” Seguir leyendo

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Tazas de café con leche


“Tazas de café con leche”Fragilidad ancestral,
letargo de idas eras,
modesto encanto sereno, susurrante.
Las Niñas, Las Huérfanas, Las Solitarias…
Las Niñas son pequeñas y engreídas;
súbese a los ojos la soberbia de las cortes,
mientras a sus pies se desvela una rosa.
Las Huérfanas tristes
perdieron su esplendor en la tormenta,
en la ingente marcha del sol.
Las Hermosas no perdieron nada,
pero están solas
y abrazan los espinos.
Poesía irrepetible,
tañida por campanas que no existen,
cantada por juglares moribundos.
La Geisha, La Diosa, La Soviética:
Las Solitarias no parecen tazas,
parecen hechiceras que dormitan.
No toquéis a Las Finas con rudeza;
las gruesas manos, las palabras fuertes
pueden arruinar su brevedad de éter.
Las Ignoradas, Las Muchas, Las Modestas,
El Vulgo y Las Desposeídas…
Tazas todas de café con leche,
entre ustedes me adormezco
y sueño con el Minotauro.
Copas, campos, violines,
esencias añejadas,
viejos himnos.
¡Oh, ustedes que nada olvidan!
Decidme ahora:
¿recuerda alguna el sabor de aquellos labios?

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Un poco de aire estremecido


Palabra hablada (…) un poco de aire estremecido que, desde la madrugada confusa del Génesis, tiene poder de creación.

Ortega y Gasset

 Un poco de aire estremecidoDe niña, mi amiga Alejandra viajó muchas veces a África. Con un mapa y la imaginación. Si bien nunca visitó el Polo Norte, solía definirlo como “un lugar lejano, frío y blanco”. Encerrada en su casa por una madre idealista y una tía de hierro, alérgica al peluche, y en especial a los ositos de dormir, Alejandra siempre añoró escapar con los gitanos: “La belleza es un camino que se pierde en el horizonte”, me dijo una vez. Tras viajar en ómnibus haciaLa Habana, golpeando distraídamente la ventanilla con una auténtica reliquia familiar, la sortija que le obsequió su tía, en la noche había de desvelarla “aquel impúdico tintineo de la esmeralda en el cristal”. Seguir leyendo

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